A WHITE, WHITE DAY (2019)

A White, White Day, el trabajo más reciente del director islandés Hlynur Pálmason, comienza con el siguiente epígrafe anónimo: “en ciertos días cuando el blanco del cielo se une con el blanco de la tierra los muertos pueden hablar con los vivos”. Lejos de anunciar una historia de matices fantasmagóricos con personajes de un más allá imaginado, esta maravillosa película de suspenso se sirve de la tensión, la angustia y la incertidumbre in crescendo para preguntarse por la manera como la ausencia de los seres queridos que han muerto moldea los comportamientos de quienes siguen vivos y por los límites que se le pueden imponer al duelo de los demás. 

Ingimundur, interpretado por Ingvar Sigurðsson con esa emoción contenida de la que habla Pedro Almodóvar, es un policía retirado de poquísimas palabras, que está lidiando con la trágica muerte de su esposa en un accidente automovilístico. Con las sesiones de acompañamiento a las que se ve obligado a asistir semanalmente, la reconstrucción de una antigua casa para su familia y el tiempo compartido con su perspicaz nieta Salka (Ída Mekkín Hlynsdóttir), Ingimundur intenta sobrellevar una realidad emocional tan pesada y tan desconcertante como la blanca neblina que arropa el pequeño pueblo islandés donde vive. Sin embargo, su duelo toma un giro inesperado cuando descubre entre los objetos de su esposa indicios de que su matrimonio no era tan perfecto como él pensaba.

Ingimundur (Ingvar Sigurðsson) y su nieta, Salka (Ída Mekkín Hlynsdóttir).

Creo que la historia de A White, White Day no es particularmente impactante, pero sí lo es su manera de contarla. Pálmason utiliza de manera constante un lenguaje audiovisual alegórico para retratar el mundo emocional de Ingimundur, lo cual resulta más significativo para el espectador (atento y paciente) que la utilización de la palabra hablada o de una narrativa basada en cadenas continuas de causas y efectos. Me llama la atención especialmente el uso de secuencias prolongadas, bien sea continuas o hechas a partir de un elaborado montaje, que aluden a la experiencia de cambio/permanencia que todos hemos tenido y cuya percepción siempre será relativa. Así se ve en la manera como abre la película, con una secuencia de casi dos minutos en la que seguimos desde atrás un carro que transita por una estrecha carretera en medio de la niebla hasta que inesperadamente cae a un abismo. A mí personalmente me ha impactado mucho una enigmática escena en la que Ingimundur, luego de encontrar una gran roca en medio de la carretera, decide tirarla por la ladera de la montaña en la cual se encuentra. La cámara sigue  la piedra mientras rueda cuesta abajo por un largo rato, sin más sonido que el producido por los golpes de la roca, hasta que finalmente cae al agua y se sumerge en el fondo del mar. A qué se refiere esta piedra en la vida del protagonista y en la vida de uno como espectador son preguntas que quedan resonando y que cada uno tiene la libertad de responder.

Ingimundur (Ingvar Sigurðsson) encuentra una roca en la carretera.

Este lugar que la película da al espectador es el segundo aspecto que me resulta admirable. Pálmason lo logra, por una parte, utilizando hábilmente del suspenso. De acuerdo a Noël Carrol, a través del suspenso las películas se permiten plantear una moralidad más flexible que responde más a las circunstancias que a principios éticos inamovibles. En A White, White Day esto funciona constantemente: al acompañar al personaje principal en su incertidumbre, que al mismo tiempo es la de la narración, la película nunca nos evalúa de manera tajante la bondad o maldad de las acciones de Ingimundur. Esta área gris de la moralidad desdibuja el relato tradicional de héroes y villanos, deja en manos del espectador cualquier juicio y, en mi opinión, retrata más elocuentemente la contrariedad del ser humano y sus motivaciones para actuar. Ese lugar dado a la audiencia también es enfatizado y complementado, por otra parte, de manera audiovisual a través de una fotografía que privilegia una cámara posicionada a la distancia, no sólo usando planos abiertos sino también indirectos, y de largos periodos de silencio, como cuando vemos los movimientos Ingimundur en las mudas pantallas de las cámaras de seguridad de su casa. Estos planos que no están asociados con el punto de vista de ningún personaje hacen consciente al espectador de su soledad ante la historia y de la inevitabilidad de asumir una posición propia. Reconozco en esto un pequeño acto de subversión al renunciar a darle todo resuelto al espectador y moverlo, más bien, a ver la película activamente.

Quien vea A White, White Day, si decide involucrarse, no quedará defraudado. La banda sonora a cargo Edmund Finnis es electrizante. La fotografía meticulosa de Maria von Hausswolff logra que el singular paisaje natural de Islandia se convierta en un elemento más de la densidad emocional de la historia. La tensión construida poco a poco, escena por escena, es angustiosamente placentera y su magistral escena final quedará rondando al espectador por un buen tiempo.

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