
Hoy el mundo sabe quién fue George Floyd, hombre negro asfixiado hasta la muerte por la policía estadounidense. Hoy, y desde mayo, resuenan los nombres de Anderson Arboleda y Janner García, jóvenes afrocolombianos de 24 y 22 años asesinados por la policía de la nación, que quería castigarlos por violar el aislamiento preventivo de la cuarentena. Hoy en las redes circula también la imagen de Alejandra Monocuco, mujer trans colombiana que murió ahogada porque los operarios de la ambulancia se enteraron de que tenía VIH y dejaron de atenderla. Strong Island (2017) es oportuno hoy también. Igual que en estos cuatro casos de cuerpos humanos sometidos a la violencia simbólica, física y estructural de otros cuerpos, este documental del director transgénero Yance Ford nos enfrenta al dolor de la muerte que no se espera, la que llega porque otro decidió que no debías vivir más.
El mismo Ford decide contar la vida y muerte de su hermano, William Ford Jr., asesinado por un hombre blanco el 7 de abril de 1992, en Long Island. Durante un altercado en un taller de autos, Mark Reilly toma una escopeta y le dispara en el pecho a William. Su caso nunca fue llevado a juicio; a cambio, pasó por el proceso legal de un Gran Jurado (civiles que deciden si un caso amerita o no cargos penales), que determinó que la muerte del afroestadounidense de 24 años fue consecuencia de una acción de legítima defensa. Es a este viaje de memoria y lucha por la justicia que nos invita Ford con una edición solemne y desgarrada a la vez.

Uno de los temas más acuciantes del documental es el miedo. Por una parte, resuena frente a nosotros la conclusión de ese jurado anónimo de ciudadanos estadounidenses. Para ellos, Reilly sintió un ‘miedo razonable’ que justificó su ataque contra Ford Jr. Y lo que Ford cineasta nos pregunta, sin dudar y para nuestra vergüenza total, es dónde queda el miedo que sienten las personas negras a un sistema de supremacía blanca, ¿quién debe temer a quién? ¿cómo es que hay unos cuerpos que no merecen ambulancia, empatía o justicia? Si el objetivo de un juicio es que sea justo, ¿no sería el racismo parte del sesgo que debería impedirles a los ciudadanos ser jurados? A este miedo razonable del hombre blanco que porta un arma se le suma el trabajo policial: los días siguientes a la muerte de William, agentes de la policía iniciaron una investigación contra él mismo, como si él no fuera la víctima ni el asesinado y como si su familia no estuviera en medio de un dolor inenarrable. ¿Quién debe temer a quién?
El documental está lleno de hermosas líneas, de una poesía entristecida y vital. En una de ellas Ford nos mira a los ojos, muy fijamente (de hecho, en todo el documental Ford nos impide ignorar(lo)), y nos dice que cuando piensa en el culpable de la muerte de su hermano lo ve en todas partes (“anybody, anyone, everyone … He looks like everywhere”). Porque la culpa del racismo está en todas partes, distribuida y encarnada en todos nosotros. Y este racismo es tan descarnado que Bárbara Dunmore Ford, la madre de William, Lauren y Yance, lamenta haberles enseñado a sus hijos a ser fuertes y a defenderse de la discriminación; tal vez no lo hubieran asesinado si él no hubiera sido consciente de su valor como ser humano.

Ya indiqué que Ford nos habla desde su cámara todo el tiempo, confrontándonos, como nos confrontan las actuales protestas y exigencias de la comunidad negra del mundo. Con una sensibilidad que petrifica, el director va usando un fondo blanco para mostrarnos fotografías familiares, cartas y páginas del diario de su hermano, y para leernos en voz muy alta y detenida el texto de la autopsia de William. Con este rito íntimo y público de compartir la textura de los objetos e hilar la historia de su familia, Ford nos interpela radicalmente. Vemos cómo una parte de la historia de las personas negras en Estados Unidos puede ser la de los cambios en las técnicas blancas de segregación: pasar del trabajo esclavo en una plantación a los baños diferenciados y a los barrios racializados, construidos como burbujas que aumentan los peligros para los niños y las niñas negras, que deben aprender a ser diferentes y a defenderse de la violencia blanca fuera de esa burbuja, y que viene en formas tan variadas. También nos muestra, a través de los objetos traspuestos, cómo la muerte de William silenció a la familia y la destruyó desde adentro, y cómo cada llamado esperanzado a la justicia se volvió un NO de las autoridades ‘competentes’. Los padres de William murieron después de él, sin lograr justicia para su hijo.
Ford se comprendió queer y la muerte de su hermano le impidió compartir su identidad con él. Ese espacio vacío, esa historia no contada, esa intimidad familiar negada por una estructura social racista y asesina, es lo más devastador de Strong Island. En los bordes de ese vacío se ponen estas fotos y ese precioso y dolido guion que nos sacude y nos suspende entre la impotencia y el amor filial, entre la injusticia y la memoria. Strong Island, nominado al Óscar como mejor documental largo en 2018, nos invita a un visita hoy más que nunca.