SAUVAGE (2018)

Sauvage (2018), el primer largometraje de Camille Vidal-Naquet, comienza de la siguiente manera: un joven (sin más, sin nombre ni apellido, pero a quien el director se refiere como Léo), de facciones bellas pero desaliñado, se encuentra en un consultorio médico, contándole a un doctor sobre su estado de salud. Luego de las preguntas rutinarias, el doctor le pide que se acueste en la camilla, en donde comienza a examinarlo. Lo que parece el procedimiento usual durante una consulta médica va revelando, con cada acercamiento de las manos del doctor a los genitales del paciente, lo que realmente es: una escena, un juego de rol que el joven ejecuta como parte de su trabajo como prostituto. Al terminar, mientras los dos se ponen nuevamente la ropa, Léo le pregunta ingenuamente a su cliente si sabe algo de medicina, pues tiene una tos persistente, consulta que el “médico” despacha con frialdad y antipatía diciéndole que es contador. 

Así entramos al universo de un joven trabajador sexual que irradia a cada paso que da desenfreno y libertinaje, pero también candidez e inocencia. Mientras deambula por las calles de Estrasburgo o espera en las aceras a su próximo cliente, Léo habita un mundo que aunque la película muestra hostil, peligroso y decadente, para el protagonista parece ser su única realidad. A pesar de las constantes amenazas de la prostitución (el consumo indiscriminado de drogas pesadas, las exigencias violentas de ciertos clientes, los abusos físicos a los que es sometido) y de la inclemencia de habitar la calle (Léo no tiene familia conocida ni un lugar donde estar), él parece vivir como si no existiera nada más, como si más que una condena esta realidad fuera su unico, dolorosa e inevitable oportunidad de conseguir lo que anhela: ¿algo de amor? ¿La sensación de ser aceptado? ¿La terneza proveniente de otras manos, otros labios, otros abrazos? Pareciera que ni él mismo sabe exactamente lo que desea, pero aún así insiste en desearlo con una intensidad y obcecación casi autodestructivas.

El impacto que genera este personaje es posible, por un lado, por la intensidad con la cual Félix Maritaud lo interpreta. Marituad domina sus movimientos y expresiones con una finura tal que es posible identificar en su elocuente corporalidad los momentos sutiles en que el protagonista encuentra sosiego, los dolores físicos y emocionales que lo carcomen, o la avidez irrefrenable de cariño que lo atraviesa. Con su mirada Maritaud transmite tanta ingenuidad y desamparo en Léo que parece inevitable sentir ganas de abrazarlo y consolarlo. Por otro lado, Vidal-Naquet y Jacques Girault, el director de fotografía, consiguen construir visualmente momentos en los cuales la desnudez y el sexo son presentados con libertad y distancia ante enjuiciamientos morales, lo que permite atisbar el corazón de este personaje y comprender su mundo, uno que quizá nos resulte distante. 

Además de las escenas con las que abre y cierra la película (no me refiero a ésta última por obvias razones), me gustaría llamar la atención sobre una que me parece muestra bien lo que comentaba arriba: Léo, quien ha quedado solo en una discoteca, abandonado por el amigo y también trabajador sexual a quien ama, se cruza con la mirada de un hombre anciano que claramente busca compañía para la noche. Léo, entusiasmado, se acerca al anciano y accede a ir su casa. Ya en la cama de éste, los dos intentan tener relaciones sexuales, pero ante la imposibilidad del hombre mayor, terminan hablando sobre su esposa muerta. Avanzada la conversación, Léo le pregunta tiernamente si, en vez de sexo, le gustaría que se quedara a pasar la noche abrazados. “¿No te genero repulsión?”, le responde el anciano, a lo cual el protagonista replica: “para nada. Esto es exactamente lo que quiero: pasar la noche en los brazos de un hombre”. La escena de un joven abrazando y siendo abrazado por un anciano, la desnudez tan disímil de los dos pero unida en una intimidad tierna donde se ha silenciado la realidad de la prostitución y la humanidad menesterosa de cada uno es un cuadro que remueve.

La animalidad de Léo, desprovisto de cualquier preocupación material, más que plantear lo indomable de su carácter, pone de frente la fuerza salvaje de las emociones que nos dominan. Para mí, que muchas veces me pienso a mí mismo distante de esa experiencia, con una posición fría que confía casi ciegamente en mi moderación y control, ver Sauvage me ha arrebatado por un momento esta soberbia y me ha recordado que lo más salvaje que nos constituye (y esto lo digo lejos de cualquier juicio moral que distingue entre buenos y malos deseos) son esos anhelos indomables que inevitablemente empapan todo lo que hacemos aunque a veces no queramos o podamos reconocerlo.

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