
Los hermanos del arte de la luz
Los Lumière, los Taviani, los di Doménico, los Acevedo…
Los orígenes son siempre cuestión de controversia, pero si me lo preguntan, los hermanos Lumière se han quedado para siempre con el título de fundadores del cine, relegando al papel de contendores a decenas de inventores, como Edison o Muybridge, que podrían presentar un buen caso de reclamación de paternidad ante un juez imparcial. Es cierto que los Lumière no fueron los primeros en capturar y reproducir el movimiento en una superficie fotosensible, pero en las célebres proyecciones de 1895 inauguraron el cine como acto colectivo, por no decir litúrgico. Roger Ebert, reduciendo el asunto a su esencia, pensaba que el invento de los Lumière fue poner una pantalla al frente, un proyector atrás y una audiencia en medio —y, por cierto, para Ebert precisamente ahí residía la esencia del cine—. Por otro lado está el hecho de que en las “vistas” grabadas por los Lumière en los últimos años del siglo XIX se encuentran prefiguradas todas, o casi todas, las posibilidades expresivas del cine, y no sólo prefiguradas, sino en muchos casos plenamente desplegadas. Cualquiera, supongo, que se deje enseñar de las películas mismas a enfocar la atención y a abrir los ojos podría hacer este descubrimiento de nuevo (con cualquier película que tenga algo que mostrar), y para el caso de los Lumière contamos con la suerte de que Thierry Frémaux hiciera este trabajo con devoción y luego nos guiara en Lumière! (2016), la selección de vistas curada y narrada por él mismo, a través de la enciclopedia cinematográfica Lumière; en todo caso, si algo consigue demostrar Frémaux es que también en el campo de la expresividad estos hermanos fueron pioneros.

Pero dejando las razones de peso a un lado, los hermanos Lumière se sitúan en el origen mismo del cine porque se prestan, por llevar el nombre de aquello que crearon —¡en español estos son los hermanos Luz!—, a convertirse en figuras míticas de las que emana todo lo que está por venir. Para explicar el origen de cualquier cosa, la imaginación se satisface con un personaje, un lugar y una circunstancia, lo indispensable para crear un relato, y con él reemplaza los innumerables datos documentados por los historiadores. Y si bien esta tendencia podría predisponernos en contra de todo lo que huela a literatura, mejor debería animarnos a contar y a buscar mejores historias, de esas capaces de incorporar y darle vida a un universo entero.
No conozco una historia semejante con los hermanos Lumière como protagonistas, pero si la escribiera haría un esfuerzo por dejar la sensación en el espectador de que los Lumière eran como una voluntad única que residía en dos cuerpos y que su duplicidad se convertía en multiplicidad, en trabajo colectivo y anónimo, a la hora de hacer cine (más arriba hablaba de las “vistas” grabadas por los Lumière, sucumbiendo a la simplificación de la que hablaba más abajo, pero en justicia debería siempre mencionarse, al tratar de aquel corpus, la tropa de camarógrafos de la compañía de los Lumière que en los diez años que van de 1895 a 1905 recorrieron el mundo grabando y proyectando más de 1,400 cortometrajes); trataría de dejar claro que en el trabajo de los Lumière converge y se transforma definitivamente una larga tradición de fotógrafos e inventores. Haría un esfuerzo, en fin, por mezclar algunos de los ingredientes de la película que en 1987 dirigieron otro par de hermanos, los Taviani, que junto con el guionista Tonino Guerra titularon, en dos idiomas, Good morning Babilonia (1987).
Primera escena: un viejo y sus siete hijos celebran con un banquete la culminación de una enorme obra; el viejo, en la cabecera, se pone de pie: “Brindo por quienes heredamos este oficio, hecho con las manos y con la fantasía”. El oficio es la albañilería, y la obra es la restauración de una basílica románica de mil años llamada la Chiessa dei Miracoli, la Iglesia de los Milagros. Cuando Andrea y Nicola, los dos hijos menores de aquel viejo maestro, deciden zarpar a “América” (estamos en la década de 1910 y el nombre aún tiene resonancias de tierra de aventura y abundancia), su padre les da la bendición bajo el entendido de que volverán con el dinero para reabrir el taller familiar, que, según nos enteramos no bien ha acabado el banquete de celebración, entró en bancarrota. La serie de accidentes que hace aterrizar a los hermanos en el oeste del oeste, en Hollywood, y los convierte en los diseñadores de decorados de Intolerance (1916) —la primera producción épica, por sus dimensiones y por su tema, realizada en ese pueblito—, está tan llena de giros divertidos e inesperados que en cierto punto uno desea que sigan prolongándose sin final. Pero inevitablemente llega el momento de la verdad, la confrontación entre el padre, que reclama lealtad, y los hijos, que acaban de ser nombrados directores de decorado de Intolerance y están a punto de casarse (cada uno) con una actriz de California. Justamente su director, ni más ni menos que D.W. Griffith, es quien ofrece el banquete de bodas en que el padre, sentado nuevamente a la cabecera, se pone de pie, esta vez para anunciar que debería negarle la bendición a sus hijos, que han incumplido la promesa de volver a su patria a trabajar en el oficio que «heredaron de su padre y del padre de su padre». Griffith, que también está acostumbrado, según dice, a no callarse lo que piensa, se pone en pie del lado opuesto de la mesa y suelta una proclama en defensa tanto de su oficio como de sus dos nuevos adeptos.
En su discurso Griffith afirma, palabras más, palabras menos, que las películas, al igual que las catedrales medievales, son una de las tantas maneras con que cuenta la humanidad para llevar un poco más lejos el sueño colectivo que como un puente suspendido en el vacío comunica el pasado con el futuro, una generación con la siguiente, la tradición con la novedad, un continente con el otro. Si esto fuera retórica y sólo retórica, el viejo no hubiera alzado la copa al brindis que al final de su discurso ofrece Griffith por el cine y por quienes con sus manos lo crean (un brindis que hace eco de otro que casi habíamos olvidado a estas alturas: “por quienes heredamos este oficio, hecho con las manos y con la fantasía”), ni nosotros lo hubiéramos creído. Pero la prueba está frente a los ojos, tanto de los del viejo albañil, que se encuentra al pie de un decorado monumental edificado por sus hijos, como de los nuestros, que vemos en la pantalla la transformación que se produce entre una escena y la otra: el par de albañiles cuasi medievales que retocaba el bajorrelieve de un elefante en el frontispicio de una basílica románica ahora diseñan el decorado de un palacio babilónico en la primera superproducción de la industria cinematográfica americana, en una de cuyas escenas cientos de extras libran una batalla flanqueados por una hilera de colosales estatuas de elefantes. La película misma le da a Griffith (y Griffith le da a la película) el inmenso poder de persuasión que un panegírico de extremos tan románticos requiere para no resultar afectado.
Pero este no es el final de la película. Casi como un contrapeso a la altisonancia de la escena y el velo de concordia absoluta que ella hace caer sobre todos los personajes y conflictos de la historia, aún transcurrirán treinta minutos en los que los hermanos han de tomar caminos separados. Llega el momento en el que Caín mata a Abel y Rómulo a Remo, en el que Cástor y Pólux han de turnarse día a día la mortalidad y la inmortalidad, sin poder compartir ninguna de las dos plenamente. (¿Se habrán enfrentado los hermanos Lumière a este destino?). Las esposas de ambos hermanos están en cinta y, como era de esperarse, van a dar a luz el mismo día. Una de ellas muere en el parto. Ambos hermanos saben que a cada uno le será insoportable ver al otro o bien viudo o bien casado. El primero regresa a Italia con su hijo, el segundo se queda en América con su mujer y su hijo.
Entonces llega la Gran Guerra, que arrasó con todo, pero unió nuevamente a los hermanos… a través del cine. En la bellísima escena final de Good Morning Babilonia, Andrea y Nicola, luchando el uno en el ejército americano y el otro en el italiano, y ambos heridos de muerte en una escaramuza que tiene lugar junto a la Chiessa dei Miracoli, toman la cámara de un camarógrafo militar dado de baja y se graban por turnos el uno al otro un para que sus hijos, que no los conocieron, puedan verlos cuando crezcan. Así es como la película termina con un golpe de gracia, con una confianza aún más audaz en el cine que la que mostró Griffith en su discurso o en Intolerance: incluso frente a la guerra, frente aquello que ahueca todo propósito y todo sentido, el cine se tiende como un puente suspendido en el vacío por el cual caminan juntos los muertos, los vivos y los que están por nacer.
El cine es un arte de hermanos. La cámara necesita al menos a dos para ponerlo todo en marcha: el que está del lado del lente y el que está del lado del visor. Por eso la figura del director es ambigua, como lo reconocen en primer lugar quienes se han consagrado al oficio, porque en rigor una sola persona no podría firmar con su nombre una obra cinematográfica; y por eso cuando se lee en los créditos “Escrita y dirigida por tal y tal”, algo de esta ambigüedad se alivia.
En Colombia el cine también nació de hermandades. Por la misma época en que Griffith estaba aprendiendo su arte, los hermanos Francesco y Vincenzo di Doménico, vecinos de Castelnuovo di Conza, provincia de Salerno, cambiaron su vida y zarparon a buscar fortuna con el cine… a Colombia. En 1909 llegaron a Bogotá y en 1912 fundaron el Salón Olympia, donde comenzaron a proyectar las grandes producciones internacionales de la era muda y donde, en menos de una década, en un estudio adjunto, estaban produciendo películas con tramas y títulos deliciosos como El amor, el deber y el crimen. También están los hermanos Acevedo (en realidad Acevedo e Hijos), que a lo largo de casi cuarenta años realizaron largometrajes de ficción como Bajo el cielo antioqueño (1925) y cientos de horas de noticieros que son herencia directa de las vistas Lumière. Ciertas historias parecieran pedir a gritos una película, y esta tendría, como si uno fuera poco, a cuatro pares de hermanos por protagonistas.