
Hacía semanas que no iba a cine. Lo extrañaba y ver El insulto (2017) me volvió a rodear de esa admiración sin par que siento por los directores, actores, guionistas y artistas que construyen una historia que uno ve y vive a oscuras y casi sin moverse. Sin dañarles la trama y las emociones que evoca, creo que es una película de altísima calidad, que abofetea al público con su forma alegórica de narración y con sus profundas reflexiones sobre la xenofobia y los odios heredados. Hace mucho tiempo no veía un montaje tipo juicio que pusiera en un diálogo tan estrecho y complejo las partes de un conflicto que nos toca a todos de formas distintas: las batallas históricas entre comunidades. En este caso, el conflicto israelí-palestino y la situación tensa en la que queda el Líbano en medio de esa disputa.
Me parece que la película tiene una estructura narrativa impecable, que nos va dando sorpresas que nos enfrentan a nosotros mismos (descubrir a mitad de la película por quién tomó partido uno y salir del cine preguntándose por qué); encarna en los personajes, en sus discursos y en su polifonía todas las complejidades jurídicas, éticas, políticas y estéticas de la guerra; propone una revisión de cómo lo que somos a diario se convierte en una declaración de derechos y cuánto hay que examinar el camino que la ideología y el prejuicio va trazando en nosotros y en lo que llamamos nuestra personalidad; finalmente, la cinta deja claro que la reconciliación es un proceso de desgarre que no se puede prestar ni delegar, tiene que ocurrirnos a solas.
Recomiendo mucho esta obra tan conmovedora, tan pedagógica, tan oportuna y tan lúcida, en momentos de implementación de acuerdos de paz en Colombia y de abrazos de acogida a venezolanos que buscan un asidero digno en este agrietado país.