(Se recomienda haber visto la película antes de leer la reseña)
A pesar de mi relación estrecha con el cine, hasta hace muy poco tiempo entré en contacto con el universo Blade Runner. Escuché a algún apasionado admirador referirse a la versión de 1982 hace un par de años (aunque nunca me animé a verla), y en los últimos meses, con la inminente publicación de la secuela, ha sido casi inevitable acercarme a estas películas. Sabemos bien que la obra de Ridley Scott tiene una historia larga, atípica y algo tortuosa: desde su poco exitosa versión inicial marcada por las imposiciones comerciales al director hasta la versión definitiva (Director’s cut) que la convirtió en un referente indiscutible del nuevo film noir leído a la luz de la ciencia ficción, pasaron varios años, muchas discusiones y un constante «voz a voz» entre miles de espectadores en todo el planeta. Teniendo la suerte (para los más aguerridos fanáticos la desgracia) de haber permanecido ajeno a este fenómeno Blade Runner durante tanto tiempo, la experiencia de ver como un nuevo espectador una obra que tiene más años que yo, ha sido revelador y emocionante.
La historia del Blade Runner originario, Rick Deckard (Harrison Ford), es una representación tan sombría como fascinante de un futuro asfixiante, en donde el límite entre la humanidad y la tecnología se ha difuminado, y la felicidad parece ser un lujo que pocos se puede dar. Sin duda, la película sobresale por el ingenio visual, de avanzada para su momento, por su narrativa intrincada e inconclusa, y sobre todo porque revela la posibilidad de darle calado a un género que quizá muchas veces se ha preocupado más por la forma que por el fondo. Por eso luego de ver Blade Runner, casi en estado de angustia, me quedé pensando en aquello que nos define como seres humanos, en el carácter doble de la memoria, áncora de la existencia y declaración continua del inexorable paso del tiempo, y en la seductora pero aterradora fantasía que se nos aparece como «el futuro».

Ahora, en el 2017 tan cercano al año en el que sucede la historia de Blade Runner, estamos frente a un nuevo acercamiento a este universo, esta vez guiados por Denis Villeneuve como director y Roger Deakins como veterano cinematógrafo. Esta nueva película comienza 30 años después del final de la primera versión, cuando Rick Deckard deja su trabajo como cazador de replicantes al enamorarse de uno de ellos, la enigmática Rachel. En algún momento de estos años sucedió un blackout de diez días que borró los registros existentes sobre la producción de replicantes, dejando en blanco una parte de la memoria de la humanidad. El mundo, tan invadido como por una publicidad omnipresente y tan sombrío como antes, sigue siendo un lugar donde los seres humanos y esas creaciones que son los replicantes viven en una tensa tregua. Wallace, la nueva compañía que los produce, luego de haber adquitido Tyrell Coorporation, se ha encargado de poner en el mercado una nueva generación de estas creaturas, garantizando una mayor eficacia y confiabilidad al rediseñarlos incapaces de mentir y obligados a obedecer.
En este mundo distópico nos encontramos con un nuevo blade runner, «K» (Ryan Gosling), quien se dedica a «retirar» los replicantes que han logrado llegar a la Tierra, en donde están prohibidos. Situándonos en una de las misiones de «K», Blade Runner 2049 abre con una secuencia fría, pausada y misteriosa, en la cual el protagonista se encuentra con Sapper Morton (Dave Bautista) en una desolada granja donde descubriremos se esconde un cadáver. En el tenso diálogo, Sapper le pregunta a «K» acerca del sentido y las implicaciones de ser un blade runner, y como respondiéndose a sí mismo afirma que sólo es posible cumplir tal misión porque «nunca ha visto un milagro». Esta enigmática frase que condensa la obertura de la película será la pregunta acuciante que tanto «K» como nosotros iremos descifrando. A partir de este momento nuestro nuevo blade runner emprende una incesante búsqueda que lo lleva a rastrear los pasos del desaparecido Deckard y a resolver el rompecabezas de su propia historia.
Dada la experiencia usual que tenemos como espectadores, era bastante difícil igualar con una secuela la versión original de Blade Runner, pero 2049 lo ha logrado en cierto modo, no sólo por ser un homenaje a su predecesora sino por establecer con méritos propios un nuevo y altísimo estandarte dentro del cine contemporáneo. (A propósito de esto, recomiendo este video en el que se comparan los trailers de las dos películas).
En primer lugar, la experiencia visual de esta nueva versión es impactante, tanto por el uso impecable de los efectos digitales, como por una nivel altísimo en la composición de imágenes. A nivel personal, debo reconocer que hace mucho tiempo no tenía esta sensación de conmoción por el lenguaje audiovisual en sí mismo, quizá similar a lo que la gente sintió al ver Blade Runner en 1982. La música de Benjamin Wallfisch y Hans Zimmer no sólo retoma los sonidos tan propios (y ochenteros) de Vangelis, sino que de manera precisa y envolvente construye el tono y el ritmo de la historia. Algunas secuencias son simplemente asombrosas, de un virtuosismo técnico extraordinario que juega a favor de la emotividad de la historia. La encuentro sexual entre «K», su novia virtual Joi (Ana de Armas) y la prostituta Mariette, o la disputa inicial de él mismo con Deckard con los hologramas de antaño como telón de fondo, sin duda pasarán a la historia. Sumado a esto, la fotografía cuidadosa, la utilización ingeniosa de la luz y los colores, y la escenografía futurista, hacen que la película sea una experiencia visual fascinante.

En segundo lugar, la historia está escrita hábilmente para resolver muchas preguntas que nos quedan después de ver la primera película, pero al mismo tiempo vuelve a dejarnos muchos puntos inconclusos. Así como sentimos que se nos hace justicia (y me imagino que quienes estuvieron esperando 35 años lo sienten aún más), también tenemos una sensación de vacío, de inconclusión. Y por supuesto, Blade Ranner 2049 retoma nuevos y viejos asuntos de fondo. La actitud estoica hasta el final de K que cuestiona sobre las luchas personales y colectivas que nos hacen ser humanos; la capacidad de autodestrucción que se esconde también en la posibilidad de crear vida, encarnada en el director de la compañía Wallace; la engañosa memoria que da tantas alegrías y consuelos como tristezas y frustraciones; la identidad como el resultado de la mezcla entre los recuerdos del pasado, y el presente; y el amor inasible y variable, imposible y confuso, pero que parece parece ser una de las pocas maneras de darle explicación a lo que se hace. Preguntas sin resolver que hacen del universo de Blade Runner algo más que mero entretenimiento.
Y en tercer lugar, las actuaciones soportan el peso de la historia con bastante dignidad. Gosling saca provecho a la obsesión que «la cámara» tiene con su rostro y nos engancha desde el primer momento en su travesía. Harrison Ford, que regresa a uno de sus papeles más recordados, hace una de sus mejores interpretaciones en años, cargada de sentimiento y contundencia (aquí no fue tan fácil como con Han Solo en The Force Awakens, 2015). Ana de Armas da candor y emoción a un personaje inmaterial, como llevando a un nivel más alto a la Samantha de Scarlett Johansson en Her. Y Sylvia Hoeks, como la aguerrida Luv, nos regala las lágrimas más desgarradoras y frías que podamos ver en pantalla grande.
Finalmente, un único reparo. Puede ser que, a pesar de los años que han pasado tanto en la película como en realidad, no parece haber muchos cambios respecto a la imagen de la mujer en Blade Runner. Así como en la representación masculina predominan los primeros planos, como mencionaba antes con el rostro de Gosling, con las mujeres parece haber una fijación en su desnudez, en su figura. El hecho de que el papel Mariette (Mackenzie Davis), la prostituta con quien K tiene un encuentro, fuera elegido por su similitud con Pris (Daryl Hannah), es un ejemplo de este mismo fenómeno.
Una película que definitivamente hay que ver, que marca un nuevo hito en la historia del cine y de la cual seguiremos hablando durante otras tres décadas.