Cuando terminé de ver Rope (1948) comprendí aún mejor por qué Hitchcock sigue siendo, a pesar de los años, uno de los nombres más reputados (y con razones de sobra) de la historia del cine. Decir esto en el mundo cinematográfico de nuestro tiempo parece poco sorprendente, sobre todo porque en las carteleras actuales se suelen promocionar más nombres que películas. (Los «pros» y los «contras» de esto los podríamos reflexionar más, claro está). Hace medio siglo esta costumbre no era tan común y quizá Hitchock fue quien inauguró la práctica ya arraigada de resaltar el «una película de…» como uno de los rasgos que definen el estilo, la calidad y el contenido de una obra cinematográfica (y las expectativas respecto a ella que nos formamos como espectadores). Pues bien, en Rope nos encontramos una vez más la mano y la visión tan propias de Hitchcock, que hacen de una película que en su momento no fue bien recibida por la crítica, una obra clásica del canon de la historia del cine.
Rope abre con una escena que, desde el principio, nos sitúa en una situación bastante incómoda e inaudita como espectadores: en un amplio apartamento de New York, presenciamos el frío asesinato de David (Dick Hogan) a manos de sus antiguos compañeros de clase, Brandon (John Dall) y Phillip (Farley Granger), quienes lo estrangulan con una cuerda (rope, en inglés). Luego de poner el cadáver de David en un baúl que está en el centro del apartamento, nos enteramos de que los dos asesinos han organizado con premeditada frialdad una cena, a la cual están invitados el padre, la tía, la prometida y un ex-amigo de David, y un antiguo profesor de los tres, Rupert (James Stewart). Los comensales llegan al apartamento (que con impotencia nosotros reconocemos como la escena de un crimen), cenan sin saber que el cadáver de David se encuentra en medio de ellos todos el tiempo y se enfrascan en una conversación que nos revela el mundo interior de cada uno de ellos. La actitud cínica de Brandon, la inseguridad temerosa de Phillip y la suspicacia de Rupert van cocinando lo que será el desenlace de la historia.
La película es la adaptación de una obra de teatro homónima creada por Patrick Hamilton en 1929, quien se basó en hechos reales para escribirla. En 1924 un par de amigos (y, dice la leyenda, amantes), estudiantes de la Universidad de Chicago, secuestraron y asesinaron a un joven de 14 años. Su motivación para el llamado en su momento «crimen del siglo» fue tan clara como escalofriante: sintiéndose intelectualmente superiores, no sólo se consideraban con derecho a aniquilar a aquellos que fuesen inferiores, sino lo suficientemente inteligentes como para llevar a cabo el crimen perfecto. Con un tema ya bastante escabroso, que se ajustaba a los parámetros de Hitchcock, el director hace un trabajo asombroso a nivel cinematográfico.

Para comenzar, dándose las libertades propias de su posición dentro de la industria del cine, Hitchcock hace un experimento arriesgado con Rope, atrevimiento que en su momento fue criticado por una supuesta excesiva teatralidad, que alejaba la película de los cánones del cine del momento. Ninguna apreciación más errada, dada la singularidad en el uso de la cámara y en la edición que hace el director. Excepto la brevísima toma inicial, toda la película sucede en un único espacio, el apartamento, y con extensas secuencias continuas, en las que el Hitchcock intenta crear una ilusión de continuidad. Apelando a diversos trucos, unos más eficaces que otros en términos narrativos, pretende situarnos en medio de los personajes y sus acciones en una corriente ininterrumpida de tiempo. El proceso de filmación de las 10 secuencias que componen la película, cada una en promedio de 8 minutos, lo máximo que permitían los rollos fotográficos, exigió un nivel de detalle y sincronía que nos deja estupefactos. Una precisa coreografía que implicó el talento de los actores, unos equipos de grabación atípicos para la época y el movimiento «en vivo» pero imperceptible de la escenografía. Para quienes disfrutan las secuencias continuas, como yo, la temeridad de Hitchcock genera una solemne reverencia.
Sin embargo, los méritos de este director van más allá de un evidente virtuosismo técnico, y trascienden a terrenos más reflexivos. Es claro que este manejo de la cámara pretende forzarnos como espectadores a tener la mirada fija en aquello que genera desconcierto, expectación y duda. A veces nos descubrimos siendo los únicos observadores del baúl donde está el cadáver, mientras escuchamos las voces de los personajes mientras están fuera de cámara. Otras veces se nos acerca a las expresiones de los personajes, que atienden en silencio la conversación de los demás. Se trata de una proximidad que quiere constituir un tono de suspenso, uno que está más allá del sobresalto superficial y tiene más que ver con enfrentarnos a la condición humana, la que observamos y la propia. Desprovistos de cualquier juicio moral anticipado (Hitchcock evita emitirlo de manera clara), nos situamos en esa espinosa franja que existe entre el discurso y los actos, entre los roles indefinidos de víctimas y victimarios.
En la que quizás es la conversación más inquietante de la película, mientras la cámara nos lleva a ver los rostros de todos los comensales, escuchamos lo siguiente:
Rupert: Después de todo, asesinar es -o debería ser- un arte. No uno de los principales, pero un arte en todo caso. Y como tal, el privilegio de cometerlo debería estar reservado para esos pocos que son superiores individualmente.
Brandon: Y las víctimas: seres inferiores cuyas vidas son irrelevantes, en todo caso.
Rupert: Evidente. Ahora bien, no estoy de acuerdo con los extremistas que consideran que debería haber una temporada durante todo el año. Preferiría, mejor, tener la «Semana para degollar» o el «Día de estrangulación»…
Escuchar esta conversación en 1948, cuando los escombros de la Segunda Guerra Mundial seguían tirados, es sin duda una provocación. La relación entre la postura de Rupert, el maestro cuyo discurso parece legitimar una política como la del nazismo (y de paso el asesinato de David), y las acciones de Brandon y Phillip, son una puerta abierta para nosotros como espectadores, que podemos movernos con facilidad entre el deseo de justicia, la compasión con la familia de David y una cierta empatía con sus verdugos y su idea de superioridad moral. Esta zona gris en la que Hitchcock rehuye a hacer declaraciones políticas explícitas, en la que revela los lugares oscuros del corazón y la mente humanas, en la que reflexionamos en el impacto que nuestro discurso tiene en quienes lo escuchan, son una experiencia que hace imposible terminar de ver Rope sin quedarse pensando. Aún más, nada tan perturbador, igual que con muchas de sus películas, como descubrirnos identificados con los mismos sentimientos y pensamientos de los personajes más sombríos de Rope.
Tanto para los que no la han visto como para los que quieren refrescarla, en YouTube hay una versión aceptable de la película.
