
La película más reciente de Christopher Nolan, Dunkirk (2017), se centra en un acontecimiento histórico de los albores de la Segunda Guerra Mundial: en 1940, 400.000 soldados aliados terminaron acorralados en las playas de Dunkirk, (Dunkerque, en español) luego de una exitosa jugada por parte del ejército alemán, que los acorraló en las costas francesas. A través de la conocida operación Dynamo, los ingleses, con la ayuda de cientos de civiles que prestaron sus embarcaciones, salvaron a casi 350.000 soldados. Este acontecimiento de derrota, desde una perspectiva nacionalista encarnada por Churchill, se convertiría después en un punto de giro para el desenlace de la guerra que apenas comenzaba.
Aunque se trata de un acontecimiento histórico, la obra de Nolan parece no prestarle demasiada atención a esta dimensión: con unas cuantas frases al inicio se da una información somera respecto al contexto en el cual acaecerá la historia, dando por hecho cualquier explicación adicional. Incluso los alemanes, quienes sabemos protagonistas de este acontecimiento, nunca aparecen en cámara y son llamados siempre con el epíteto de «el enemigo». Esta vaguedad histórica, que ha despertado tanta inconformidad entre algunos críticos, especialmente en los franceses que no ven representado el importante rol de su ejército durante la evacuación de Dunkirk, no creo que responda a una lectura parcial de un hecho histórico. Nolan, que no ha querido hacer un documental sino una película de ficción, más bien utiliza el marco de la operación Dynamo para desplegar su genialidad para narrar historias y sumergirnos en la complejidad propia del ser humano.
La gran apuesta de Nolan con Dunkirk es construir una narración audaz de suspenso sobre la supervivencia en un contexto de guerra. Bastante se ha hablado del trascendental papel de la música compuesta por el reconocido Hans Zimmer para generar el tono de tensión continua en la película. Se trata de uno de los recursos favoritos de Nolan y Zimmer, que apelan al llamado Shepard Tone, una escala musical que crea una ilusión auditiva de un crescendo sostenido a través de continuos y solapados ascensos y descensos sonoros. Es una elaborada y efectiva estrategia musical que Nolan había utilizado anteriormente en The Prestige (2006) y en la triología de Batman. (Aquí un video explicando el uso de esta escala musical en el cine.)
No obstante, Nolan ha querido llevar esta teoría musical al ámbito narrativo. Aunque desde hace un par de años al director lo precede una fama que quizá termina siendo un inconveniente cuando se trata de valorar su particularidad como realizador, desde el comienzo de su carrera nos ha acostumbrado a hacer apuestas atrevidas al construir la temporalidad de sus historias (su anterior trabajo, Interstellar (2014), también es ejemplo de ello). Sin igualar el juego que realiza en Memento (2000), con Dunkirk Nolan también decide romper la línea temporal de su narración, proponiendo tres planos de diferente duración, que concluyen en un mismo punto y que, de manera análoga a la música, generan una sensación de siempre a punto del clímax.
De esta manera, las tres líneas del tiempo nos presentan a diferentes personajes: 1. El muelle (1 semana), nos mantiene junto a un grupo de casi de pueriles soldados cuyas expresiones denotan angustia y desconcierto, un retrato callado del desvarío propio de la guerra. 2. El mar (1 día), presenta a un hombre determinado, un Mark Rylance que parece más un santo que un héroe, que zarpa en su pequeña embarcación junto a su hijo y a un adolescente que quiere hacer algo con su vida, para ayudar en el regreso de sus compatriotas estancados en las costas francesas, tan cerca y tan lejos de casa. 3. El aire (1 hora), la historia de una pequeña facción de la fuerza aérea británica encabezada por un piloto representado por (el una vez más «enmascarado») Tom Hardy, quien juega un papel determinante en los momentos finales de la evacuación. Es un rompecabezas que demanda atención del espectador, que se puede confundir en algunos momentos conectando las tres líneas temporales, pero que sin duda no es un obstáculo para disfrutar la película.
Además de construir una narración de este tipo, Nolan explora, como con la mayoría de su obra, las reacciones humanas en circunstancias extremas, llevándonos a ese lugar de empatía o rechazo. Creo que en Dunkirk ha hecho un esfuerzo técnico y dramatúrgico para darnos una perspectiva de inmersión en la odisea de estos hombres por sobrevivir. Renunciando al uso de CGI, ha apelado a recursos más realistas: rodó en las playas mismas donde sucedió la evacuación, restauró embarcaciones de la época para utilizarlas como locación, e incluso adaptó aviones para que una doble cabina permitiera hacer grabaciones en el aire con la mayor verosimilitud posible. Estas opciones, sumado a haber rodado en 65 mm, el 75% con tecnología IMAX, y en muchas secuencias desde la perspectiva propia de los personajes, hacen sentir a Dunkirk tan crudamente real como algunas veces asfixiante. Por otra parte, la película está desprovista de diálogos trascendentales, remplazando la palabra dicha con el silencio y las expresiones elocuentes de los actores, que en general representan con ingenio la contradicción, el temor y el coraje que emergen en las situaciones de vida o muerte.
Para mí Dunkirk es una una coreografía precisa y genial, hecha de música, silencios e imágenes memorables, ideada por uno de los directores más interesantes de nuestro tiempo. Aunque ni siquiera él puede librarse de darle un tono de heroicidad a algo tan desastrozo e inexclusable como la guerra (¡el eco de las palabras patrioteras de Churchill me cayeron como una patada en el hígado!), hay que reconocer que Nolan continúa reivindicando el cine como un ejercicio artístico pese a la sombra de una industria codiciosa.