
Recuerdo con claridad que hace unos años, cuando trabajaba en un colegio de Ciudad Bolívar, quedé atónito al escuchar a uno de mis alumnos (de más o menos 12 años) decir que nunca había ido al centro de Bogotá. Fue un momento de asombro para mí, especialmente porque desde mis años de adolescencia he sentido un amor intenso (y testarudo) por mi ciudad, por ese «universo» bogotano lleno de lugares, recuerdos y encuentros que tienen como epicentro del centro histórico de la Candelaria y sus alrededores. Sin embargo, escuchar a este joven fue una oportunidad para tomar consciencia de los otros «universos» que acontecen en esta ciudad, lejos de su «centro», más bien en las periferias tantas veces obviadas en el imaginario colectivo de muchos de sus habitantes.
Noche Herida (2017) es un retrato poderoso de uno de estos universos que acontecen en nuestra caótica Bogotá: el de Blanca, una mujer que ha venido del campo para instalarse en un barrio fronterizo de la ciudad, donde vela (con la ayuda de las benditas almas que invoca religiosamente) por el presente y el futuro de sus tres nietos.
En este barrio de casas apeñuscadas, desde donde el centro de la urbe no es más que una imagen lejana y el mundo rural un desvaído recuerdo que débilmente reaparece a través de las áridas montañas, está el inconmensurable micromundo de la habitación de Blanca. La cámara que se mantiene en una quietud solemne nos adentra con respeto en la intimidad de esta habitación que conocemos desde todos sus ángulos, convirtiéndonos en privilegiados espectadores de un recinto que de otra forma nos resultaría inaccesible. Esta ventana que se nos abre no sólo nos permite participar de la vida cotidiana de esta familia, sino que además nos impregna sin dificultad del estado emocional de quien vive las pequeñas y grandes tragedias que supone llevar adelante una familia mientras se carga a cuestas la historia del desplazamiento: estando lejos del terruño, siendo perseguidos por las violencias citadinas que sin preguntar remplazan a las del campo e intentando ganarse la vida con dignidad.
Es un relato crudo, pero no morboso; cargado de tragedia, pero que también nos hace reír; que no cae en posturas tendenciosas, pero trasmite un mensaje contundente sobre el conflicto colombiano. Quizá este punto de equilibrio en Noche Herida nos permite acercarnos con genialidad a una de las miles víctimas del conflicto colombiano, sin caer en la victimización sensiblera. Más bien nos presenta a una mujer que encarna una historia atemporal: la madre aguerrida que, entregada sin cansancio, carga sobre sí a su familia. En este mundo femenino (los hombres, como tantas veces, están ausentes) la voz de las mujeres fluye con naturalidad, relata las historias particulares que son la historia de nuestro país, reconstruye momentos de un pasado tan gozoso como penoso, y se convierte en un ritual cotidiano que va curando mientras mantiene viva la identidad y la memoria. En este ejercicio de oralidad que atraviesa de manera particular la vida de quienes han crecido en el campo, encontramos el proceso de adaptación y transformación de las rutinas, los valores, los medios y las relaciones de Blanca y sus nietos, que se ven obligados a re-crearse en el nuevo entorno al que han llegado. Son personas que lejos de generar empatía por su fragilidad, nos deslumbran con una diáfana y profunda humanidad hecha de amores, dolores, esperanzas, alegrías y miedos.
Este documental, premiado recientemente en varios festivales, es sin duda una de las grandes producciones colombianas de los últimos años, y se constituye en un referente obligado para comprender la compleja realidad de nuestro país. Siendo justos, no sólo se trata de Noche Herida, sino de las otras dos películas (En lo escondido, 2007, y Los Abrazos del Río, 2010) que componen la trilogía documental llamada Campo Hablado, proyecto del director colombiano Nicolás Rincón Guille. En la página oficial del proyecto, la trilogía es explicada de la siguiente forma:
«Campo Hablado es un proyecto documental que vive al interior de la tradición oral del campo colombiano. Es un proyecto cinematográfico. No intenta hacer un inventario más del folclor. Busca ubicarse allí donde la palabra da un sentido distinto al paisaje, allí donde realidad e imaginario se confunden para hacerse uno solo.»
Es verdad: el campo habla, tiene mucho por decirnos, especialmente a nosotros, una nación que parece negar con criminal frecuencia sus raíces campesinas. La voz de aquellos que, pese a ser silenciados tantas veces, han sido protagonistas de la historia de Colombia, siempre será necesaria para ensanchar más el tesoro que es nuestro pasado, pero sobre todo para construir con más justicia nuestro presente.