Fue a finales del 2011, si mal no estoy, durante el CinHomo en Valladolid, que conocí Weekend de Andrew Haigh, un riquísimo drama romántico en donde dos personas casi diametralmente opuestas se conocen y se enamoran durante el corto espacio de un fin de semana. La atracción inicialmente física que surge entre estos dos desconocidos durante una noche de borrachera en un bar de ambiente, suscitará una impensada y acelerada historia de amor. Historia de amor que se firma con contrato a término fijo. Justamente por lo breve y fugaz, el romance pasará por todos los estados posibles de una pareja (enamoramiento, sexo, risas, confidencias, peleas, reconciliaciones, resignación, tristeza y añoranza). Aunque efímera, la historia termina siendo una de esas idealizadas, de las recordadas como las más intensas y verdaderas.
En todo caso, no quiero hablar hoy de Weekend, sino de Keep The Lights On, un largometraje que es, sin más, una nutrida extrapolación o versión dilatada de la historia de Haigh.
Dirigida por Ira Sachs (ganador en 2005 y 2007 del Sundance Film Festival Grand Prize por Forty Shades of Blue y Married Life, respectivamente), Keep The Lights On, es un honesto drama de corte biográfico que narra la turbulenta relación que se establece entre dos hombres, con dos personalidades divergentemente adictivas, a lo largo de una volátil década (¡¡¡Diez años!!!). De nuevo nos encontramos con dos personajes opuestos entre sí. Ellos son Erik (Thure Lindhardt), un joven y talentoso realizador de documentales abiertamente gay, que busca (como loco) el “amor” a través de los encuentros sexuales con desconocidos, a quienes contacta como cliente de líneas telefónicas eróticas (dando respuesta a su apetito sexual compulsivo) y Paul (Zachary Booth), un precoz y prepotente abogado de doble identidad (un chico lleno de máscaras y miedos que se da a conocer al público con un fascinante: “I have a girlfriend, by the way.”) que padece una fuerte adicción a las drogas.
Este conocerse dándole respuesta exclusivamente al cuerpo y como un encuentro libre de cualquier compromiso, terminará mutando en una intensa e infinitamente conflictiva relación de pareja, en la que Erik sufrirá moviendo cielo y tierra para librar a Paul de su adicciones y atarlo, paradójicamente, a su lado. Un tejemaneje que afecta no sólo a ellos dos, sino a familia y amigos, quienes se preocupan y, al fin de cuentas, se sienten impotentes respecto del qué hacer por ellos.
Sin duda el personaje más rico en matices es el del danés (Erik), pues lo ha hecho muy bien con el papel menos agradecido, el de quien tiene todo para que el espectador lo rechace y vea una persona sin respeto por sí mismo, capaz de alcanzar y aguantar la cota superior de lo enfermizo y las explícitas humillaciones de quien dice amarlo, pero que en realidad actúa como quien desconoce la historia que les une. Lindhart nos regala una excelente interpretación, cercana, cotidiana y elemental.
Despertó en mí recuerdos de amores que gritan por ser olvidados, pero que habiendo sido tan fundamentales en su momento, conviven, callan y se hacen uno con lo que me define. Suscita algunas preguntas: ¿Hasta qué punto y por qué estamos dispuestos a ciegamente alejarnos de lo que nos define como seres únicos y limpios? ¿En qué momento se deja de ser consciente de que no hay arma más letal que el propio autodesprecio? Y ¿cómo reconocer que el otro no es una pertenencia? Resulta ser un muy buen síntoma que la película genere este tipo de cuestionamientos.
Otro elemento memorable es que no se pretende poner de manifiesto la típica historia de amor idílica y perfecta, sino que más bien se entrega un retrato cercano del poder enajenador de la pasión, capaz de soportar múltiples obstáculos; una historia real, cruda, de altibajos y desamores, como las que nos ocurren a usted y a mí.
Finalmente recordar que la película está basada en Portrait of an Addict as a Young Man, la autobiografía del Bill Clegg (Paul). Supongo entonces que Ira Sachs sabe de lo que está hablando. Además aplaudir la deliciosa fotografía del griego Thimios Bakatakis, quien regala fuerza e intensifica la intimidad de la historia a través de una fotografía granulada, naturalista, muchas veces sobrexpuesta que juega tonalidades de la luz, toda enmarcada en la siempre increíble Nueva York de los noventas, y la exquisita banda sonora compuesta por temas del músico neoyorkino Arthur Russell.
Vale la pena ver esta película que va mucho más allá de la preferencia sexual de los protagonistas.
Enhorabuena por destacar y poner de relieve estas dos fantásticas películas, tan valientes como honestas, al intentar desvelarnos la verdadera naturaleza de los sentimientos y relaciones humanas, de un modo tan natural y conmovedor.
Me ha hecho mucha ilusión volver a recordarlas, las tenía casi olvidadas.
Al igual que cuando las vimos en su momento, coincido casi plenamente con tus acertados, inteligentes y sensibles comentarios. Sin embargo, como creo que hablamos en alguna ocasión, pienso que la humildad y modestia del discurso del film inglés se torna en una cierta autocomplaciencia, vanidad y egocentrismo en el discurso del film americano. A mi entender, este último aspecto le resta algo de credibilidad a la historia por tí analizada y hace que, en cierto modo, acabé perdiendo verdad y autenticidad.
Como siempre, un placer haberte leído y aprendido contigo.
Hasta la próxima crítica, que espero sea bien pronto.
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Querido LuisMi: Qué bueno es reencontrarnos también en lo virtual. ¡No había olvidado que las dos películas que refiero en la entrada las disfruté contigo! Recuerdo muy bien tu comentario y ahora lo reviso de nuevo, especialmente cuando te dije que quien actuaba más «sucio» era Erik por pensar que Paul era su pertenencia y así no poder desprenderse de él. Me parece delicioso que suscite en nosotros discusiones de este nivel. ¡Abrazos y gracias por contarnos tu impresión!
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