Submarine es la historia de un fascinante amor adolescente. No es la primera vez que disfruto de una película cuyo argumento se fundamenta en una love story elemental y nostálgica de una relación cómico-dramática, de un par de jóvenes que se (re)descubren en el camino. Una historia con personificaciones exageradas y parodizadas, típicas del finísimo humor británico.
Es la historia de Oliver (Craig Roberts), un adolescente que se encuentra en su etapa más crítica: quiere dar respuesta a su genitalidad -perdiendo la virginidad-, quiere enamorar a la increíble Jordana (Yasmin Paige), lucha por evitar la separación de sus padres y además, como si fuera poco, busca encontrar su lugar en el mundo, un microcosmos de locos anhelos irreverentes. ¡Casi nada!
Coinciden y sellan el vínculo con la sorpresa del beso. Todo parece controlado hasta que simultáneamente sus familias nucleares empiezan a desmoronarse, el matrimonio de los padres de Oliver, en medio de la monotonía y la rigidez, pasa por un momento difícil, y la madre de Jordana se enfrenta a un cáncer que le provoca iniciar un cómico, aunque triste, proceso de despedida con los suyos.
Es el tránsito forzado a la edad adulta, a la sensatez y a la cordura. Es la incoherencia del cuerpo y de la mente, cuando no se es niño, pero tampoco se es hombre. Coincido con muchos amigos en que la adolescencia es quizá, la etapa más extraña por la que hemos pasado, un vivir la desproporción del cuerpo, de la mente y del mundo.
Claro, en este tipo de filmes se evidencia un fenómeno de fascinación que nace de nuestra propia nostalgia y que se sirve de ésta como fuerza motriz. Se nos provoca a revivir momentos y sensaciones que nunca podrán ser vividos de la misma manera. Ello tiene que ver con el hecho de que para muchos ese proceso de evocación y de regreso a las fuentes, requiere el recuerdo de una ruptura, la ruptura del haberse despedido de la inocencia.
Análogamente se nos invita a pensar en qué inestables nos vemos cuando nos resistimos a salir de nuestras propias zonas de confort, esto en cualquier etapa de nuestras vidas.
Acá se nos habla del primer amor. El inglés Richard Ayoade, su director, lo hace con un estilo muy particular. Sin ánimo de comparar, hubo momentos en la película en los que recordé el trabajo de uno de mis directores preferidos, el talentoso Wes Anderson. Ayoade logra a través de esta sencillísima narrativa imprimir un color en los personajes y en sus historias (que son deliciosas, pero bizarras), que sólo virtuosos del cine alcanzan. Talento de sobra con el que se logra que el melodrama y la comedia se fusionen de forma casi natural.
La película está llena de un sinfín de detalles excéntricos que me fascinaron. Las cintas que graba el padre de Oliver a su hijo, los abrigos que son casi otra piel, en particular el rojo de Jordana, las tendencias pirómanas de la chica y sus problemas en la piel, las cajas de cerillas que vinculan a la pareja, las visitas e investigaciones rutinarias e incógnitas que hace Oliver al cuarto de sus padres, la muchísimas referencias al cine y las costumbres estrafalarias de casi todos sus personajes.
La frescura interpretativa y la química que hay entre los dos protagonistas es de admirar; ella y el gran acierto en la escogencia musical, a cargo de Alex Turner, vocalista de los Artic Monkeys (de todo mi gusto), hacen de esta película una delicia cinematográfica y musical. Aquí un ejemplo de la banda sonora: It’s Hard To Get Around The Wind.
El hecho de que está narrada en primera persona y que el mundo y sus devenires están filtrados por la óptica de un quinceañero, hace que el filme adquiera una personalidad importante, una dinámica muy bien elaborada, y permite que los típicos cambios de humor de esa edad sean explicitados en la narrativa de la historia, que el ritmo y el color sean afectados, permitiéndonos pasar de una felicidad pura y del amor frenético, lleno de excitación a una depresión esencialmente fría y gris, nostálgica.
Comparto el trailer, para que se animen a verla; está disponible aquí en línea.
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