Memento (2000) es la primera gran película de Christopher Nolan, uno de los directores más respetados de nuestro tiempo, no sólo por los círculos de críticos, sino también por las grandes productoras de cine. Si uno se acerca a su primer cortometraje (Doodlebug, 1997), es posible descubrir que desde un inicio estaba sembrada la semilla de genialidad de este autor que, sin recato alguno, nos imbuye en mundos donde las fronteras que delimitan la realidad y la moral se desvanecen, se ponen en entredicho.
Ahora bien, Memento es una película narra la búsqueda vindicativa de Leonard Shelby (Guy Pearce), un hombre que busca al asesino de su esposa y que continuamente explica que “no puede tener nuevos recuerdos”, repitiendo precisamente por su incapacidad para recordar cuántas veces ya lo ha dicho. En su desordenado baúl de recuerdos, aparece continuamente la imagen vívida de su esposa, que nos es presentada a través de los flashbacks que Leonard va teniendo, especialmente del momento en que fue asesinada. Para lo demás se sirve de una cámara Polaroid, en la que registra personas, objetos y lugares, precisando con sus notas la información sobre cada una de las fotografías, pero también se sirve de su propio cuerpo, donde va tatuando la información que considera más cierta, la que lo va guiando hacia el verdugo de su esposa. Su cuerpo se convierte en un lienzo donde quiere fijar lo que de cada día se le escapa. Cuando uno ve a Leonard encontrarse, siempre como si fuera la primera vez, con lo escrito en su torso, siente aquel extraño impacto y fascinación que generan descubrir la fuerza de la obstinada fuerza que nos mueve a todos a sobrevivir.
En su acuciante búsqueda se encuentra con Teddy (Joe Pantoliano), el hombre que muere en la primera escena, y con la enigmática bartender Natalie (Carrie-Anne Moss). La relación con cada uno de ellos tiene un matiz particular, porque se siente con claridad la tristeza de ver a Leonard encontrándose siempre por primera vez con quienes ya antes se ha visto.
La historia no sería más que un relato más sobre la perdida de la memoria, como tantos hubo en el cine antes de Memento: Spellbound (1945), Regarding Henry (1991), Abre los ojos (1997). Sin embargo, la genialidad de Nolan en la creación de Mementoes la astucia narrativa que demuestra: dos narraciones que se intercalan y se mueven en sentidos contrarios; por un lado, las secuencias en blanco y negro nos muestran la progresión de una conversación que tiene el protagonista con alguien que no identificamos, pero que nos sirve para ir armando el rompecabezas del pasado de Leonard, especialmente la historia de Sammy Jankis (Stephen Tobolowsky) y, por otro lado, las secuencias a color que son una narración al revés: el comienzo de la siguiente escena es, narrativamente, el final de la que anteriormente hemos visto. ¡Realmente es confuso! Y desde el principio, cuando una bala sale de la cabeza de un hombre para posarse en el arma y una fotografía instantánea va volviéndose blanca al agitarla, sabemos bien que Memento no es como las demás películas. Por otro lado, esta manera de narrar la historia es una increíble manera de sentirnos en la piel de Leonard, porque, de la misma manera que él, no poseemos recuerdo alguno de lo que está sucediendo: ¿por qué rayos aparece con cicatrices o el vidrio del automóvil está roto? Creo, a mi juicio, que esta confusa forma de contar es el atractivo principal de Memento. (Aprovecho para dar un consejo, que doy para todas la películas, pero mucho más para esta: ¡hay que verla completa, de principio a fin, para entenderla y disfrutarla!)
Aunado a esto, creo que la fortuna de Memento es utilizar esta genial estrategia narrativa para decir algo más. Al final uno descubre que la vida de Leonard es, también, un paulatino develamiento del misterio del ser humano, de las obsesiones que nos habitan, de la continua lucha por encontrar una razón para existir, a toda costa, aunque sea necesario abdicar de lo que la razón nos diría que no. Este hombre que, a causa de que “no puede tener nuevos recuerdos”, carece de esa capacidad de percibir el tiempo y por ende de dejar que los días, los años, los meses (¡qué más da, para él nada de esto significa algo!) le curen las heridas, es el retrato de muchos de nosotros o, al menos, de una parte que a todos nos habita.